Me siento como un bosque deforestado por humanos demasiado glotones. De aquel sentimiento de devastación profunda emana el Gran Silencio. ¿Es un mal necesario? Yo lo creo así ya que sin esa sensación de que todo ha sido arrancado, sin ese vacío opresor, ¿cómo podría yo estar totalmente atento al Gran Silencio como lo estoy en este instante?
Mi desesperación es total pero la supero en la alegría. Eso puede parecer imposible ya que hoy en día se asocia a la desesperanza con la depresión. Es evidente que tal desesperación puede empujar a algunos individuos al suicidio. Sin embargo, existen sutilezas en el suicidio. Aquel que pone fin a sus días al matar a su cuerpo físico es muy diferente de aquel que lo hace al cambiar su estado de ser para volverse un suicida viviente como los sadhus de la India que, después de esa muerte simbólica, renuncian a todo y se vuelven mendigos errantes desnudos.
La devastación a la cual me refiero es profunda y toca hasta las partes más sutiles de mi persona. Esa fuerza irresistible del “Ya no puedo más” ha empujado a mí persona a convertirse radicalmente para escapar del dolor, como Jesús lo hizo durante la transfiguración.
Yo me he involucrado en un camino poco habitual. Mi arte es el sacerdocio al cual me consagro enteramente ya que me ayuda a ordenar el caos del mundo en el que vivo. Eso me vuelve tan indiferente que comprendo a aquellos que, sin poder sostener tal intensidad, son forzados a alejarse de mí. Yo soy peligroso e inquietante para quienes están dispuestos a vivir olvidándose en el compromiso dudoso que es la sociedad actual. Tal apertura les atemoriza ya que les regresa su propia imagen del ser. Les vuelve inseguros el constatar que alguien se atreve a afirmar, alto y fuerte, una tal libertad, tal desapego hacia lo que ellos consideran como esencial. No pueden ver más lejos que la superficie mientras que yo estoy desplegado en la eternidad.
La devastación de un bosque provocado por un incendio da origen, en lo posterior, a una infinidad de posibilidades. La vegetación vuelve a tomar su lugar y nuevas especies surgen de la nada ya que ahora tienen más espacio. Es por eso que no me preocupo si, por momentos, siento tal devastación en mí; ella forma una parte integrante de la abundancia del infinito.
Esta sensación de devastación es simplemente una perspectiva diferente sobre lo real. Al dejar que mi ser crezca, cambio radicalmente mi vibración y únicamente lo esencial puede resistir tal fuerza. Este automovimiento del ser es sano pues es el resultado de una cristalización. Aquellos que no tienen un lugar cerca de mí son forzados a retroceder ya que yo no reacciono como un humano normal. De hecho, invierto mis acciones de consciencia.
El hecho de que yo exista con tanta fuerza es intolerable para los adormecidos. Al ubicarme de ese modo en la verdad, les dejo muy poco espacio para manipularme o influenciarme. Soy irreducible. A pesar de las promesas de apertura y libertad que me hacen con frecuencia, en la práctica muy pocos son capaces de asumir tanta libertad. Se creen perdidos y no tienen ningún punto de referencia ya que la libertad les es extranjera.
La devastación me es familiar pues es la suerte del suicida viviente. Yo no temo recomenzar; mi vida me parece, por cierto, una serie de recomienzos no porque lo quiero así, sino porque mis contemporáneos parecen incapaces de comprender la permanencia. Ellos avanzan asustadizamente, luego dudan y finalmente dan media vuelta con el rabo entre las piernas. Yo no soy así. Yo les bendigo al comprenderlos y luego continúo mi camino sin mirar atrás ya que siempre me esperan nuevas sorpresas por delante.
Una perspectiva tan radicalmente diferente acerca del mundo me permite ver claro, me da una ventaja. Es por eso que no lamento tal devastación ya que me beneficia en el segundo nivel del pensamiento.
Yo ambiciono la libertad a toda costa y, si eso provoca que me encuentre en tal estado de devastación, entonces eso es preferible a la mentira. Decir la verdad es ponerse en peligro. De todos modos, en este punto, ya no puedo retroceder. Afronto con coraje las tempestades con los ojos bien abiertos. El Gran Silencio me preserva, me da una fuerza poco común.
Incluso cuando la tempestad hace estragos, no salgo de las profundidades oceánicas de mi ser. Paso a través de ella milagrosamente ya que no dejo que el temor me descentre. Así, evito estar tenso y dar un mal paso. No siempre es fácil ya que a veces mi persona quiere escaparse a toda velocidad pero mi ser me sostiene y me ayuda a permanecer sólidamente centrado. Inevitablemente, el sol termina por reaparecer y con él, una nueva inspiración que me anima y me hace sentir más vivo que nunca.
La devastación que siento no emana de la soledad que siente el común de los mortales. Yo no estoy solo, estoy consciente de eso, pero desde la perspectiva que miro el mundo, la mayoría de humanos no existen. Son como imágenes que parpadean, sin profundidad, sin vida propia, sin ser.
Puedo caminar en la metrópolis repleta de gente sin encontrar, prácticamente nunca, seres que existan. Todos esos humanos que se agitan frenéticamente me dan más bien el efecto de una modificación de mi cuerpo. Son como actores que no se han dado cuenta de que están en una película.
La devastación a la que me refiero se da tras un volcamiento dentro de un estado de ser permanente. Todo está cambiado y al mismo tiempo nada cambió. Es la paradoja de lo real.
Yo me siento solo ya que empapo al mundo de mí mismo. Me veo en todo. El mundo está en mí, por lo que cuando hablo con la gente, no tengo la impresión de hablar en verdad con otro individuo sino conmigo mismo.
Cuando me siento en mi café favorito para escribir, tengo consciencia de ser invisible para todos aquellos que me rodean. En realidad ellos no me ven. No lo pueden hacer ya que lo similar es conocido por lo similar. Para ellos, solamente soy otro individuo atareado, sin interés. No pueden ver hasta qué punto yo vivo en la felicidad y que podría inspirarlos a hacer lo mismo.
Yo vivo en un planeta de muertos vivientes que se arrastran pesadamente desde el nacimiento hasta la muerte, sin nunca tomar consciencia de su verdadera naturaleza. No salen de esa pequeña caja en la cual están encerrados por su racionalidad. Están autocerrados. A pesar de eso, no se trata de una devastación triste a lo que me refiero, sino a un excedente de luz que emana de mí y que vuelve borroso el mundo físico. Yo vivo en la claridad entre imágenes intermitentes que entran y salen de mi campo de percepción sin realmente aportarme nada.
Lo más doloroso es, ciertamente, que de todas formas me apego a aquellos efímeros. Me dejo caer en el juego del amor, les abro mi corazón y aprecio realmente la compañía de algunos de ellos. Sin embargo, me siento solo ya que ellos no tienen ser, mas no siento esa soledad cuando estoy solo en mi hogar sino solamente cuando estoy rodeado de personas que no son mis amigos de esencia. Yo mido la distancia que nos separa, una distancia que me parece a menudo infranqueable.
Hay que darse conscientemente un ser para comprender lo que significa el “Yo Soy”. El sentirse ser es una experiencia formidable que pocos humanos tienen la suerte de vivir; vale decir que ese estado es imposible en este planeta. Aquello no es lamentable, es así sin más ni más, ya que sin esa masa de adormecidos ¿sería posible despertarse? Ellos forman, a su manera, un límite lo suficientemente duro como para favorecer el despertar. El límite me permite sentir mejor mi naturaleza ilimitada.
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Extracto de El Gran Silencio